Por L. Mishkin
Lo digo sin ningún tipo de ironía: no me gustaría estar en los zapatos de Alberto Fernández.
El tipo llega a la Casa Rosada y se encuentra como administrador de un Estado que sostiene y reparte las miserias materiales y morales del capitalismo según los intereses del propio sistema.
Mecanismo que en las cuatro últimas décadas hemos visto de qué manera feroz se ha profundizado mediante la extranjerizacion del Comercio Exterior y el pago ad aeternum de una deuda fraudulenta. Para los acopiadores y los usureros todo. Para el pueblo, lo que quedó del guiso de anoche, si es que quedó algo.
Insisto, sin ánimo de ironizar, no sirve de nada agarrársela exclusivamente con quien circunstancialmente ocupa hoy el sillón de presidente, porque en ningún político del sistema vas a encontrar tampoco a otro que sepa hacer algo, aunque con variantes, que no sea responder con genuflexión a sus mandamases locales y foráneos. E incluso, para qué mencionarlo, hemos visto cosas peores.
Ahora el coronavirus. Si mañana mismo supongamos, bajara un plato volador o el mesías con la vacuna y la cosa termina acá, porque nadie supongo, es un perverso o un suicida o un pelotudo para querer que la cuarentena se siga prolongando y siga muriendo gente, el hombre va a quedar como un gran piloto de tormentas, con un consenso considerable de abajo hacia arriba en la pirámide social. Al menos por un tiempo va a ser así y eso le permitirá administrar la crisis con más aire para promover un pacto social a escala más amplia. Pacto que, digámoslo, redundaría en la homologación del saqueo al bolsillo de los trabajadores perpetrado durante los cuatro años de macrismo.
El problema es que en esta coyuntura, creo que muy pocos (todavía) se dieron cuenta que el presidente, y que la mayoría de los gobiernos burgueses del mundo, de pronto se hallaron y sin haberlo advertido previamente, en una posición de Zugzwang, como suele decirse en el mundo del ajedrez. Esto quiere decir, de repente se encuentran en el serio dilema por el que les toca el turno de mover una pieza y cualquier movimiento que hagan empeorará sus respectivas situaciones.
Casi a modo de «reperfilamiento» de una brutal crisis humanitaria nacional (digo nacional pero en realidad es global), el escenario que el gobierno plantea como prioritario por las medidas que ha tomado, es el de evitar un colapso sanitario, porque en fin, no ahondemos en este punto, pero no hace falta ser una eminencia para saber que la salud pública está en estado de coma y nadie quiere ver multiplicado por cinco o por diez lo que está pasando en Italia, por ejemplo . Hasta aquí todo bien si nos quedamos solamente con este aspecto.
Pero el punto es que, como bien dice Marx en sus Manuscritos Parisinos, el ser humano no nace con un espejo en la mano, por lo que sólo puede realizarse como tal en el marco de las relaciones sociales, y esta situación de encierro nos retrotrae de un modo forzado a una condición contra natura de Robinson Crusoe que es absolutamente inviable para cada una de nuestras subsistencias, mucho más, en el entramado tan complejo de intercambio de mercancías que ha desarrollado el sistema capitalista. Porque es muy sencillo entenderlo: si los asalariados no producimos plusvalía, el capital no se reproduce por obra y gracia del Espíritu Santo, sino en el marco de las relaciones de explotación y dominio que impone el régimen capitalista. Tan brusca interrupción de ese ciclo, por un lado descorrería el biombo con el que el sistema oculta y distorsiona todo, la existencia, los vínculos, el sentido común, etc., y por el otro, le abriría la puerta a la desesperación de millones y millones que dependen, tanto de una changa o de un salario. Por lo que el gobierno sabe que el segundo escenario es la explosión de un estallido social que esta vez no sería frenado ni por veinte direcciones de la CGT. En el otro rincón de este combate (aún no sabemos a cuántas vueltas) están esperando los empresarios que ven en este zafarrancho una verdadera catástrofe para su ritmo de acumulación, tal como hemos visto ya en los Estados Unidos y en Brasil donde operan directamente a cara descubierta y sin hacerse demasiado problema por los gestos elegantes. Para ellos es todo o nada. Así se los indica su afilado instinto de clase.
Pues el tercer escenario, y el más apocalíptico, sería el de un colapso sanitario combinado con estallido social. De ahí que los simulacros de pandemia que se coordinan entre gobierno central, gobernadores, intendentes del GBA y «las fuerzas del orden», también han comenzado a insinuarse como ensayo de disciplinamiento y represión contra la población.
Nadie sabe cómo y en qué puede terminar la crisis si finalmente llegamos a ese punto. Sea como fuere y repito, ojalá pronto de detenga por completo la propagación del virus, pero este acontecimiento mundial que nos toca atravesar presenta como pocos han presentado al cabo de largas décadas de derrotas de la clase obrera y del pueblo, la obligación y la oportunidad única de volver a poner una vez más sobre la mesa, dentro de las limitaciones que nos impone el aislamiento, nuestro punto de vista acerca de la cuestión del poder y de la necesidad de una revolución social. Y si fuera posible, al interior no solamente del movimiento obrero, sino también a un marco de un debate amplio, fraternal y profundo con el resto de los revolucionarios que realmente aspiran a la supervivencia del género humano y a un cambio de era.